¿Como he llegado hasta aquí?
Ni siquiera existía en la cabeza de mis padres cuando, a las 19:30 del 23 de noviembre de 1980, sucedió algo que daría significado a mi existencia. La tierra empezó a temblar, concretamente con magnitud 6.9 de la escala Richter, dejando viudos a mis padres, que cuatro años después se conocieron y enamoraron. Sí, podríamos decir que soy “hija” de un seísmo que en noventa segundos cambió la vida de un país y la historia de mi familia. A esto debo mi vida y también mi nombre, Rosita. Sin querer frivolizar, y con mucho cariño, me planteo lo siguiente: ¿será por esto que soy un poco terremoto?
100% made in Italy con corazón internacional. Dicen que la risa es la música del alma; la mía se caracteriza por ser poco discreta. Fue una infancia a velocidad acelerada la mía. Con cinco hermanos mayores (y todos hombres) y un labrador, a diario millones de estímulos atravesaban la todavía no consciente cabeza de una niña “precoz”, inquieta y curiosa. A mis dos años los Queen “a todo volumen” en los auriculares, a los tres y medio empezando a tocar el piano, instrumento que me acompañó hasta los catorce. Pero no todo era música; también crecía contorsionándome diligentemente encima de un potro. De aquella gimnasia artística todavía conservo hoy una perfecta técnica sobre cómo hacer el saludo final … (brazos arriba, sonrisa y aplausos).
Mi padre me regala a menudo aquella historia de una pregunta que le hice cuando intentaba llevarme, sin éxito, a la guardería: “¿Papá, qué necesidad hay de ir? ¡Si yo la guardería la tengo en casa!” No sé si fue ser la pequeña de cinco varones o que realmente empezaba a desarrollar mi habilidad de dulce persuasión, pero aquel hombre no pudo hacer nada más que darme la razón, dar la vuelta al coche y llevarme de vuelta a casa, el lugar donde más me gustaba estar.
A los once años empezaba a dar muestras de lo que sería un estandarte en mi forma de ver la vida y, sobre todo, de vivirla.
Aquella pequeñaja se montaba en un avión, con una maleta cargada de temores e ilusión. ¿Destino? Inglaterra. Después de los primeros días de llantos y nostalgia (“¡Mamá, ven a por mí!”) le pillé el gustillo, y desde entonces no he parado. A los quince años cruzaba el globo para ir a vivir cuatro meses a Australia y ver el mundo boca abajo. Cada verano me pasaba un mes en un destino distinto: Francia, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos.
No contenta con mis idas y venidas, en 2012 pensé de qué manera “incomoda” empezar el año y así fue como aterricé en África, seguramente inspirada por los cuentos de papá que, con 22 años, se mudó a Zambia. De este momento guardo uno de los mayores tesoros que hoy habitan en mi memoria: la bienvenida de aquellas sonrisas sinceras estampadas en las caras, que me brindaron los niños de un orfanato a los cuales enseñaría inglés durante los dos meses siguientes, en una escuela sin ventanas. Como ya te imaginas, lo más incómodo de aquella experiencia fue volver.
He recibido más veces al camión de la mudanza que invitaciones a bodas. Todas las ciudades donde he tenido la suerte de vivir las convertí mi casa, por más o menos tiempo. ¿Cuál fue la consecuencia? Mi mochila se iba llenando, haciéndose cada vez más rica.
Cuatro idiomas, miles de perspectivas, también, a veces, cosas inútiles. En el instituto, excelentes notas y una gran autoexigencia. Cuando se trató de decidir qué hacer de mayor me convencí que podría ser médico. Evidentemente, pasé por alto que no podía ni con la química, ni la biología (ni la sangre). La verdad es que siempre me habían seducido la mente y el alma humana. Rara costumbre la mía la de observar desde niña la gente en el metro, por la calle, en el supermercado, imaginándome qué vida tendrían, a qué se dedicarían, qué les hacía felices.
Un grado en Comunicación y un Máster en Gestión de Recursos Humanos recién obtenido en la London School of Economics, me despedía de una de mis debilidades europeas y cruzaba la Mancha para empezar, bajo la Tour Eiffel, la primera aventura laboral que tenía verdaderamente algo que ver con lo que había leído en los libros, observando por los pasillos de los departamentos de Recursos Humanos de multinacionales los “movidones” que allí se gestaban. Motivación, frustración, satisfacción, felicidad en el lugar del trabajo- siempre he tenido una cierta sensibilidad para captarlos hasta que, un día, me puse en serio a ello.
Mayo 2014: Barcelona llama. Bajo la forma de una entrevista, que me hizo otra vez empaquetar mi ropa, mi vida, mi mundo y meterlo todo en la maleta. No te engañaré: no fue difícil, la llamada venia de una oficina mirando al mar..
Muchas cosas han pasado desde entonces. Igual que tú, me he enfadado, he experimentado miedo e inseguridad, me he sentido vulnerable, he pasado por momentos muy tristes que han sido cruciales a la hora de aceptar la terrible idea de ser adulta y, aun así, de estar creciendo. He empezado un trabajo sobre mí misma: descubrí y luego me enamoré del coaching y de la programación neurolingüística (PNL), perspectivas gracias a las que sufrí un cambio personal muy profundo.
Fue ese el momento en el que me hice una pregunta, LA pregunta: "que es lo que harías en tu vida, sin cobrar un duro?", y así fue como descubrí que siempre había estado enamorada de la idea de acompañar a las personas a brillar o a salir de situaciones espinosas que, en la mayoría de los casos, son difíciles porque así las vivimos en nuestras propias mentes. Así lo aprendimos. Y que nada me llena más que entregarme al acompañamiento de personas a transitar a estados de bienestar y plenitud, un espacio donde se pueden convertir en seres más libres, conscientes y felices.
Yo ya lo he experimentado y… ¡ha sido un viaje apasionante y divertido! Por eso, me siento una privilegiada, pues mi sueño, mi trabajo y mi pasión coinciden con lo que más disfruto; contribuir a un cambio de tu perspectiva y ser testigo de primera fila de cómo tú, que eres una persona valiente, te iluminas y haces de tu vida lo que TÚ realmente quieres.